A las mujeres nos enseñaron que el amor era desertar de nosotras mismas,
que implicaba sacrificio y entrega absoluta. Nos enseñaron que debíamos
amar desde la sumisión, desde el constante esfuerzo por gustar al otro, a
valorarnos desde la mirada de quien amamos y afirma amarnos. Nos
enseñaron que el amor lo aguanta todo, que lo trasciende todo, que incluso va
más allá de la vida. Nos enseñaron a dejar de ser, a diluirnos…, a
dejar de existir para empezar a ser una prolongación de otros: de nuestros
padres, de nuestros hijos, de nuestra pareja. A atender demandas
inagotables, carencias y necesidades que no eran nuestras, a estar ahí siempre,
a no necesitarnos. A no pedir. A perder de vista quiénes somos, qué
deseamos, qué buscamos…
Nos enseñaron que el sentido de nuestra vida era ser madres y esposas,
más allá de cualquier otra cosa.
Hay una cita de Simone de Beauvoir muy clarificadora:
“El día que una mujer pueda amar no desde su debilidad, sino desde su
fortaleza, no escapar de sí misma, sino encontrarse, no humillarse, sino
afirmarse. Ese día el amor será para ella fuente de vida y no un peligro
mortal”.
Nos enseñaron todo lo contrario. Y para muchas mujeres el amor se convirtió en una trampa mortal, en una jaula dorada o en un enfangado suelo. Sin salida, Sin retroceso.
Toda la herencia cultural con la que hemos sido educadas durante siglos de
civilización judeocristiana ha estado orientada a crearnos para otros.
Esto, que necesita de una enorme fortaleza, ha sido sin embargo
enmascarado en la creencia de que éramos el sexo débil, tan débil, que
necesitábamos de un varón que nos protegiera, que nos amara y nos otorgara un
lugar en el mundo, en su mundo: para ser compañera en su trayectoria
vital, para ser madre de sus hijos: parirlos, alimentarlos, cuidarlos,
amarlos…
Todos nuestros referentes femeninos, heroínas de otras épocas que han dado
todo por amor, fueron nuestras abuelas, nuestras madres. A ellas les
aplaudieron su total entrega. Y sin embargo tan silenciadas. No fueron a
la universidad por amor a sus hermanos varones, que eran los que debían
adquirir recursos personales para triunfar en el mundo; no lucharon por
una carrera profesional por amor a sus maridos, quienes eran los que debían
pelear por ascender en sus carreras, mientras ellas les facilitaban el camino;
no atendieron sus inquietudes por amor a sus hijos e hijas, que debían
sobrevivir bajo sus únicos cuidados. Todo a cambio de ellas mismas, de
sus deseos, de sus necesidades, de sus inquietudes, de apagar muchas de sus
potencialidades. Con el tiempo, sin embargo, nos otorgamos la
licencia de tener aspiraciones y trabajos remunerados, siempre y cuando
pudiéramos conciliarlos con el resto de obligaciones que el amor nos exigía.
Solas, nuestras obligaciones…
Un amor hecho a la medida de quien gobernaba el mundo y pretendía
gobernarlo para siempre…
Otra cita maravillosa, de Kate Millet:
“El amor ha sido el opio para las mujeres, como la religión de las masas.
Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban. Tal vez no se trate
de que el amor en sí sea malo, sino de la manera en la que se empleó para
engatusar a la mujer y hacerla dependiente en todos los sentidos. Entre seres
libres es otra cosa”.
Vamos a celebrar el día de Sin Valentín. El día en que anteponemos
nuestro amor propio, nuestra dignidad, nuestro autocuidado y autorespeto frente
a todas las necesidades ajenas. El día en el que nos planteamos, nos
sentimos y nos vivimos como seres independientes, capacitadas para atravesar la
vida sin la asfixiante necesidad de amar y ser amada, eligiendo libremente a
quién, cómo, con qué limites, y de qué manera amamos a los demás. Desde
la completa libertad que nos permite dirigir nuestros pasos desde el presente
hacia el futuro, tomando conciencia de nuestros deseos, nuestras necesidades,
nuestras inquietudes. Desde esa libertad que nos permite sabernos
fuertes, no débiles; inteligentes, capaces de intervenir en el mundo que
habitamos, sabiendo que tenemos derecho a moldearlo sin abandonarnos, sin
diluirnos. Activamente, no siendo para nadie, sino soberanas de nosotras
mismas: de nuestro cuerpo, de nuestro tiempo, de nuestros días. Generosamente, amando sin que eso signifique dejar de ser, dejar de
existir más allá de quiénes somos para otros.
En Sin Valentín, celebramos el amor propio, el amor más grande de nuestra
vida. Con compañeros o compañeras de viaje que caminan a nuestro lado, no
delante. Que valoran cada parte de nosotras y cada segundo de nuestro tiempo,
aceptándonos tal y como somos. Compañeros o compañeras que han abandonado
la manera insana de relacionarse desde la explotación, y que alientan nuestro
estar en el mundo de igual a igual.
Sin conformarnos con menos…
Mar Tornero.
Comisión Comunicación PIM
Mar Tornero.
Comisión Comunicación PIM
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