jueves, 2 de noviembre de 2017


#metoo #yotambien

 #MeToo, en España #YoTambien,  es una campaña contra la agresión sexual impulsada por la actirz Actriz Alyssa Milano tras sugerir en Twitter que las víctimas de agresión sexual hicieran constar que lo eran para concienciar sobre esta lacra, tras el escándalo en torno al productor Harvey Weinstein. La campaña ha inundado las redes sociales. Millones de mujeres de todo el mundo se han sumado al #MeToo para denunciar el acoso y las agresiones sexuales, llegando hasta el Europarlamento 


Raquel Abeledo 

Estas son las experiencias personales de acoso o agresión sexual  sufridas a lo largo de mi vida que he elegido para intentar abordar todas las causas y escenarios posibles que acaban construyendo una sociedad machista. Empiezan a los 15 años, porque antes de esa edad estas actitudes se englobarían en una categoría distinta, que por supuesto también se debería denunciar públicamente.
A los 15 años: un sábado por la mañana había quedado con una amiga en una plaza de que yo no solía frecuentar. Al llegar allí ella aún no estaba. Unos chavales aproximadamente de mi edad que se encontraban allí se me acercaron, me llamaron zorra y puta, me escupieron, me zarandearon, me tocaron el culo, me “un largo etc.” La plaza estaba llena de gente. Personas que no dijeron nada. Supongo que pensarían que eran unos chavales en actitud de ligoteo con una chavala. Todo normal. Normalizado. Yo salí de allí corriendo. No le conté nada, ni a mi amiga ni a nadie. Sé que uno de ellos se llamaba Perico.
A los 16 años: una noche de verano en una verbena, un conocido (que debía tener unos dos o tres años más que yo) me arrastró a la fuerza a una zona oculta. Me tiró al suelo, se arrojó encima de mí, y mientras tocaba mi cuerpo cómo y por donde le venía en gana intentaba bajarme los pantalones. Mientras me decía lo buena que estaba y lo bien que “nos lo íbamos a pasar follando”. Después de mucho forcejeo conseguí escapar de debajo de su enorme cuerpo y llegar a la zona donde estaba el grupo de amigos con el que estaba cuando desaparecí. Ante la pinta con la que llegué, con aspecto de haber estado arrastrada en una batalla campal, como en realidad lo había estado, me preguntaron qué me había sucedido. Me avergoncé y dije que me había caído. Así, sin más. Sólo sé que se llamaba Diego.
A los 17 años: un chico un poco mayor que yo con al que no conocía demasiado se enamoró de mí. O eso creía él. Me lo dijo, me insistió. Estuve varios meses acosada por él. Me lo encontraba a menudo cuando menos me lo esperaba, cerca de mi portal, de mi instituto, de los lugares que frecuentaba con mis amigas. Siempre me miraba. A veces se acercaba a hablar conmigo y me decía que yo le gustaba mucho. Por más que yo lo rechazaba, diría que hasta con pena por no corresponderle, él volvía a insistir, una y otra vez. Una noche yo estaba con unos amigos. Sentí que me daban un toque en la espalda, ese gesto que usamos para llamar la atención de alguien en un ambiente ruidoso. Al volverme “ese chico enamorado de mí” apagó el cigarro que llevaba en una mano aplastándolo contra uno de mis ojos, y la copa que llevaba en la otra la rompió de un golpe contra mi cabeza. Dos de mis amigos saltaron en tromba  sobre él. Pidió perdón. Dijo que yo le gustaba mucho y no le hacía caso. Esta vez lo conté. Claro, no quedaba otro remedio. Y mi padre me animó a denunciar. Fuimos juntos a comisaría. Tras unos días me llamaron y fui a reconocerlo. Y lo reconocí. Él también estaba con su padre. Resultó que su padre y el mío eran compañeros de trabajo. Su padre nos rogó que retirásemos la denuncia. Acabamos cediendo. De nuevo la compasión como gran aliada de la vergüenza y la culpabilidad para no denunciar, para que las agresiones vuelvan al  terreno de la normalidad. No recuerdo su nombre, solo su alcume, como llamamos los gallegos al mote. Mancuso.
A los 18 años: una noche salí con tres amigas. Íbamos andando por la calle, nos dirigíamos a un pub. Siento un “cachete en el culo”, bien fuerte, bien plantado. Y un piropazo guarro ininteligible para mí. Nos paramos las cuatro y nos encontramos con dos hombres jóvenes, altos, fuertes. Yo les pregunto indignada que porqué me tocan el culo por la espalda, a traición, sin preguntar. Acto seguido empieza un cruce de gritos entre los seis, algo típico, no normal pero si normalizado, de estas situaciones. De los gritos los dos hombres pasaron a las hostias. Durante un buen rato nos calló una auténtica somanta, porque aunque nosotras éramos cuatro e intentábamos mantenernos unidas ellos eran mucho más fuertes. En un momento uno de ellos aprovechó que yo había caído al suelo en medio del forcejeo y me dio una patada en la cara. Me partió el labio inferior. Ellos salieron corriendo. Nosotras también, en dirección contraria. En la calle había gente. Solo se acercaron cuando me vieron sangrando. Entonces nos preguntaron si podían ayudarnos en algo. Entramos en un pub al que solíamos ir. Le pedí hielo al camarero. Por supuesto me lo dio. Y hasta me consoló, y reprobó la actuación de los hombres que nos habían apaleado. Pero también hizo algún comentario del tipo “si es que sois tan guapas”.  Por supuesto ninguna de nosotras denunció. Ni siquiera lo contamos a nuestras familias. Lo normal. No por más normalizadas que estén estas actitudes son normales. A estos hombres nunca los había visto y jamás los volví a ver.
A los 19 años: vivía en Vigo, sola, compartía piso con unas personas a las que apenas llegué ni a conocer, una mujer mayor, su hija, y otro estudiante. En la Escuela de ingeniería en la que estaba matriculada aquel año las mujeres no debíamos alcanzar ni un exiguo  10% del alumnado. Yo solía salir de noche con la gente que había conocido en la universidad. Todas las chicas que había conocido vivían con sus familias. A mí nadie me recriminaba porque llegase demasiado tarde o demasiado borracha, por eso acababa las noches cuando me apetecía.  Por eso muchas noches me quedaba sola con chicos cuando las chicas volvían para su casa. Una de esas noches acabé con un chico que me caía bastante bien. Me propuso seguir la fiesta y cambiar de sitio. Tenía moto. Accedí a su propuesta. Enseguida me di cuenta que no íbamos a ir a dónde me había propuesto. Sin preguntarme condujo su moto hasta el Monte do Castro. Allí, bajo la luz de la luna con un hombre igual de joven que yo, tuve que escuchar  “pues si no follas conmigo te dejo aquí y yo me piro”. Y así fue. Me quedé sola, a kilómetros de mi casa, en medio de un parque, abandonada a mi suerte cerca de la luna. Llegué a casa exhausta de la caminata nocturna. Mi delito: no querer follar. No se lo conté ni a sus amigas ni a sus amigos. Yo en realidad no tenía amigos cerca. No se lo conté a nadie.
A los 20 años: vivía en Barcelona. Había huelga de trabajadores del metro. En hora punta los que conseguíamos subirnos a un vagón parecíamos sardinas en lata. Conseguí introducirme en medio de una marabunta humana en un vagón no podía ni moverme. De repente una mano de hombre me agarró una teta, y la empezó a magrear. Había tantísima gente, y estábamos tan apretados, que no conseguí seguir el rastro de esa mano, no fui capaz de unir la mano con la cara de la persona que la manejaba.  Monté en la estación de Passeig de Gracia, el cabrón se debió de bajar en Joanic, porque en esa estación mi teta quedó liberada. En esta ocasión no tuve ni oportunidad de ponerle cara a mi agresor. Pero tampoco le pedí que se identificara, no dije alto y claro “¿Quién coño me está magreando una teta? Basta ya”. Simplemente me dediqué a rastrear en un perímetro de un metro alrededor de mí de dónde saldría aquella mano. No vi ni la cara de este acosador.
En la veintena: el acoso sexual en el ámbito estudiantil. Debía de ser el mes de marzo o abril cuando pareció como sustituto para una asignatura un hombre de esos que no te hace falta mirarle a la cara dos veces para descubrir que es de los que te desnuda y te pone en todas las posturas sexuales posibles antes de que le hayas podido decir ni hola. Este tipo verbalizó una de sus ocurrencias diciendo textualmente, y a voz en grito, en una clase en la que debíamos de estar cuatro o cinco chicas y más de un centenar de chicos: “Raquel se cree que es tan lista como guapa”. Y ya dirigiéndose a mí expresamente “pues sepa usted que un nueve y un uno no hacen una media de cinco. Así que usted debe examinarse de “mi” parte en junio”. Por supuesto lo único que se escucharon en el aula fueron risotadas, jaleadas y machiruladas. Ninguno de los que allí estábamos, excepto yo, le dijo que el comentario estaba totalmente fuera de lugar. No sirvió de nada, porque ni que decir tiene que aquella nota de uno en su examen tenía un fin bien medido. El fin era una visita mía a su departamento. Yo como buena cabezota decidí no ir ni reclamar. Decidí examinarme de nuevo en junio. Estaba claro que no pasaría sin pena ni gloria con mi orgullo por su examen. Tenía que quedar bien claro que mi dignidad él la mandaba al carajo. El comentario que eligió para demostrarlo fue: “Fíjense que guapa está Raquel, que moreno luce. Como se nota que no ha estudiado nada y se ha preocupado más de divertirse y ponerse morena. No como sus compañeros, que tienen color de flexo” dirigido a toda la afición mientras esperaba a comenzar el examen. Por supuesto la única intervención fue la mía, y solo para pedirle que no me evaluase mi apariencia, que me evaluase solo el examen que iba a hacer. Resultado: un cuatro en el examen. En esta segunda evaluación sí fui al departamento. Le pedí a un compañero que me acompañara, no quería ir sola. El examen estaba sin corregir. Salí de allí con la asignatura aprobada, además de con un comentario muy revelador de mi compañero “no te miró a la cara, a las tetas bastante”. Y de nuevo con la dignidad vapuleada. En otra asignatura el profesor me tenía de mascota con la que entretenía a la clase que él no sabía motivar. Su clase era siempre a las cuatro de la tarde, y yo llegaba siempre un poco tarde. Había hablado previamente con él para explicarle que estaba trabajando y mi falta de puntualidad tenía una motivación. No puso problemas. Cada día cuando llegaba me dejaba que me paseara hasta la fila donde mis compañeros me tenían un sitio guardado. Era entonces cuando él me llamaba para que bajase a la pizarra, decía en alto que yo era una chica muy lista, que por eso “me sacaba tanto”. Lo que no decía es que además les hacía gestos a todos mis compañeros sobre mi físico a mis espaldas mientras subía hasta mi fila, como si estuviese jugando al mus, mueca va, mueca viene. Esto era tan sutil que nunca encontré la manera de encararlo, de decirle que no me hacía ni puta gracia que él hiciese que yo me pasease por su clase cómo quien pasea a un animal de circo. Ahora sé que no encontré la manera porque además estaba sola en esa empresa, porque la mayoría de los espectadores estaban encantados con la actitud de domador del que se supone que debía ser profesor. Del primero recuerdo que su apellido era Seijo, del segundo que su nombre era Roberto.
En la treintena: el acoso sexual en el ámbito laboral. De esta década tengo tantas experiencias que no sé con cual quedarme. Y aunque haya colgado un cartel en mi zona de trabajo en el que se podía leer “ZONA DE MICROMACHISMO CERO”, he decidido que la experiencia de la década sea una anécdota. Pretendo explicar el acoso constante, prácticamente diario, al que me vi sometida durante años en el ambiente laboral en el que la viví: mi primer día de trabajo en un astillero. Una vez que accedo a la zona de trabajo, el iluminado que me acompaña se da cuenta de que no hay vestuarios femeninos en los que me pueda cambiar la ropa para ponerme mi uniforme y equipos de seguridad para ir a la obra en la que voy a trabajar, un gran barco en construcción. Entonces improvisa y me dice que me cambie en una caseta que está a pie de obra que se utiliza como sala de descanso por los que a partir de ese momento serán mis compañeros y, jerárquicamente hablando, subordinados. Todos hombres. Se cuentan por centenas. Los que estaban dentro en ese momento salen todos para que me pueda cambiar con intimidad. Dentro la decoración no tiene desperdicio. Las paredes están completamente cubiertas de posters de tías desnudas, en bikini, en actitudes sensuales y sexuales. Desde un ventanuco puedo ver el corrillo de hombres que hay fuera. Deben ser unos veinte o treinta. De todas las edades, desde uno que tiene dieciocho recién cumplidos y por fin es legalmente contratable, hasta otro que supera los sesenta y está contando los días que le quedan para jubilarse. Cuando regresé del barco el empapelado interior de aquella caseta había desaparecido, solo quedaban rastros del pegamento del celo con el que había sido pegado. Cuando salí de la caseta vestida vestida “de calle” les dije a los integrantes del corrillo que se había formado de nuevo en la zona exterior  que no era necesario que redecorasen la caseta, que yo únicamente les pedía que me tratasen como una persona en el marco de la relación laboral que íbamos a tener que mantener, independientemente de que yo fuese una mujer. Ellos me dijeron que lo habían hecho por respeto. Era mentira. Los hombres que miran a las mujeres como trozos de carne con los que mantener relaciones sexuales de autoplacer no respetan a las mujeres.
Además quiero dejar dos perlas de frase machista que me han propinado:
– “Por fin te veo con una herramienta de tu condición”, que me dijo un jefe al verme con una fregona para secar el contenido agua que me había caído al suelo
– “No es femenino estar arrastrada por los suelos, pero así me gusta verte”, me dice un compañero mientras estoy haciendo una inspección en un motor en mantenimiento.
En la cuarentena: el acoso sexual continúa. Después de treinta años y a más de mil kilómetros de nuestro primer encuentro la casualidad ha querido que me haya encontrado con Perico. Me ha reconocido. Me ha dicho un “qué bien te veo”. Por supuesto lo he tenido que tratar con la educación que se exige para su puesto de trabajo, un hombre con poder (o es de poder). Me he vuelto a callar. Me he tenido que callar, y no por falta de arrojo. Me he tenido que callar por las consecuencias que me traerían mis palabras. Porque no me puedo permitir perder el trabajo, porque no me puedo permitir quedar en entredicho en mi puesto. Porque no me puedo exponer a la normalización de la cultura machista de esta sociedad en la que vivo como una Juana de Arco. Sociedad machista en la que viven mis hijos e hijas. Porque da igual que yo ya “no esté de buen ver”, que mi pelo tienda a platearse, que mi tez se arrugue y se manche hasta parecer un leopardo, que a mi cuerpo lo invada la celulitis y la flacidez. Da igual que ya no salga de noche. Da igual mi indumentaria. Hasta da igual que ya no esté en edad biológica de procrear. Todo da igual porque es actitud. Es comportamiento social. La sociedad no señala estas actitudes que tienen los hombres que reparten sus acosos y agresiones sexuales como actos reprobables. Señala a las víctimas. Las señala por no denunciar y por denunciar de más, por provocar y por no ser femeninas, por no saber parar a tiempo y por ser demasiado aventureras. Y por zorras, por guarras, por putas. Por ser mujeres en un mundo construido por y para hombres machistas.
Pero esto puede cambiar. Con unión.
Porque la unión hace la fuerza


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